lunes, 21 de septiembre de 2009

MUJER... Y AMADA





Lo previsto era una comida. El fariseo invitaba, y Jesús había entrado en la casa y se había recostado a la mesa.
Pero llegó lo imprevisto: una mujer, conocida en la ciudad como pecadora. Llegó con su frasco de perfume, sus lágrimas, sus besos y su amor. En un instante, llenó con su presencia la sala y los pensamientos de los comensales.
No se puede asegurar que aquella mujer fuese una prostituta, pero se puede intuir. El evangelio dice que era “deudora” de una fuerte suma, que el prestamista “le había perdonado la deuda”, que esa deuda tenía que ver con “sus muchos pecados”, y que por esos muchos pecados ella “era en la ciudad una pecadora”.
El fariseo de entonces hizo de la mujer una valoración moral.
Hoy aquella vieja moral merece sólo la calificación de hipocresía. En consecuencia, los anfitriones de la mujer en el banquete de la modernidad, sólo estarían dispuestos a considerar si tienen delante a una víctima de tráfico de personas, a una forzada de la explotación sexual, o a una mujer que ha decidido practicar libremente un legítimo comercio sexual.
Hoy la “deudora” del relato evangélico sería sólo una poco o nada protegida “trabajadora sexual”. Y para ellas se pide protección en el trabajo y supresión de la discriminación social, así como “políticas de ayuda y reinserción para todas las personas que deseen otra forma de vida laboral”.
Yo también considero exigibles para ellas la necesaria seguridad y el respeto de su inalienable dignidad humana. Temo, sin embargo, que por ese solo camino, no se abrirá nunca en sus vidas un espacio para el perfume, las lágrimas, los besos y el amor agradecido de que habla el relato evangélico. Deseo y pido que un día, encontrándose con Cristo, también ellas descubran que son algo más que trabajadoras del sexo: ¡Que son mujeres y son amadas!

+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo de Tánger

domingo, 20 de septiembre de 2009

XXV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Cristo: tu vocación, tu destino, tu camino.


Cada domingo, en la celebración eucarística, la Iglesia se encuentra con Cristo el Señor, escucha su palabra y se hace una sola cosa con él en la comunión.
La Iglesia sabe que su vocación es Cristo, y que su destino es el de aquel a quien ella escucha y con quien comulga. Pues el Hijo de Dios se hizo hombre, la Palabra eterna habitó entre nosotros, para vivir, encarnada, lo que nosotros vivimos, sentir la debilidad que sentimos, llorar nuestras lágrimas, suplicar desde nuestras pobrezas, gritar de esperanza desde nuestros caminos sin salida.
Ésta es la oración de tu domingo: “Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder”. Son palabras que suben desde el corazón del justo perseguido, desde la soledad de Cristo, desde tu propia vida de comunidad creyente.
Considera y admira el misterio de tu comunión con Cristo en la oración. Tú y él pronunciáis las palabras del mismo salmo, compartís la misma fe, lleváis en el alma la misma esperanza. Tú y él experimentáis la misma salvación, hacéis la misma ofrenda voluntaria y expresáis el mismo agradecimiento. Tú y él hacéis la misma confesión y vais repitiendo con la sabiduría de la fe: “El Señor sostiene mi vida”.
Considera y admira el misterio de tu comunión con Cristo en la muerte. Tú y él entregados en manos de los hombres, sometidos a la prueba de la afrenta y la tortura, condenados a muerte ignominiosa. No es tu vocación la arrogancia de los poderosos ni el poder de los arrogantes. Tú, como tu Señor, conocerás la prueba a la que será sometida tu moderación y tu paciencia. Pues de muchas maneras, Cristo en nosotros, y nosotros en Cristo, hemos de morir: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán”. Nuestra comunión con Cristo en la muerte se ilumina desde la comunión con Cristo en la oración. Por eso nosotros y él guardamos en el corazón y vamos repitiendo las mismas palabras de fe: “Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida”.
Considera finalmente y admira, Iglesia santa, el misterio de tu comunión con Cristo en el servicio a los demás, pues del camino que ha seguido Cristo, cabeza de la Iglesia, no ha de apartarse la Iglesia, cuerpo de Cristo. Él, el primero en todo, se hizo el último de todos; él, el Señor de todos, se hizo siervo de todos. Él es nuestra vocación, nuestro destino, nuestro camino.
Hoy, Iglesia santa, cuerpo de Cristo, nos encontramos con él, le escuchamos a él, comulgamos con él.
Feliz domingo.
+ Fr. Santiago agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger