Queridos: Una y otra vez he leído la palabra de Dios que se proclama en este domingo; una y otra vez me pregunté delante del Señor qué iba a deciros en esta celebración, y cómo iba a decirlo, pues no quisiera hablaros de lo que no os interesa, y tampoco quiero que este día pase sin dejar en vuestras vidas una huella profunda.
Entonces pensé en escribiros una carta, algo que podáis guardar y leer cuando queráis, y que podáis también romper cuando queráis.
Os escribe un testigo de dos mundos profundamente diversos: el mundo en que yo nací –casi una prehistoria de lo que es hoy-, y el mundo en que vosotros habéis nacido, lleno de posibilidades, y como es natural, también generoso de riesgos.
En aquel mundo de los años de mi infancia, Dios era de casa en mis pensamientos, en mi imaginación, incluso en mis juegos. En vuestro mundo, por circunstancias que poco o nada tienen que ver con vosotros, Dios resulta una presencia extraña, para algunos inútil, para otros inquietante, para otros, enemiga de la propia libertad y de la propia felicidad. Entre el mundo en el que nací y el mundo de mi ancianidad, que es el de vuestra juventud, lo más importante que ha ocurrido en lo que atañe a la fe, no son los avances de la ciencia y de la técnica, sino la epifanía del sufrimiento: Los campos de exterminio, la pobreza multiplicada, el hambre asesina, formas de esclavitud nuevas por la crueldad que ejercen y la humillación que infligen, genocidios.
De ahí que me pregunte: ¿Cómo puede un hombre, que mamó con la leche materna el nombre de Dios, hablar de Dios a jóvenes para quienes lo normal es que Dios sea un nombre sin consistencia, un enigma o un tirano? ¿Qué puedo hacer para que encuentren el camino de acceso al misterio de Dios quienes están habituados a tomar en consideración lo tangible, lo inmediato, lo práctico, lo concreto y material? ¿Cómo puedo hacer para que añoren la luz del rostro de Dios quienes sueñan juegos de luces en conciertos y discotecas?
En realidad, no seré yo quien pueda hacer algo por vosotros; seréis vosotros quienes me ayudéis a mí a encontrar lo que busco.
Sólo vosotros tenéis la llave de vuestra intimidad, y es allí donde pido entrar para hablaros de Dios, pues es allí, en vuestra intimidad, donde Dios se os hace presente.
En la intimidad, en lo más profundo de vosotros mismos, en el corazón de vuestro corazón, es donde nacen y se multiplican las preguntas, y cada uno de vosotros sabe que nunca dejará de hacerse preguntas sobre su propio ser, sobre el mundo del que formáis parte, sobre la vida y sobre la muerte. Pregunta llama a pregunta. Y cuanto más hacia dentro de vuestro propio misterio os lleven vuestras preguntas, más nítida se hará dentro de vosotros la sensación de que el horizonte de esas preguntas es el misterio de Dios.
Entrad en vuestra intimidad, y hallaréis que allí ha nacido y crece y reclama un insaciable siempre más el amor, no el que ya habéis podido experimentar, sino el que soñáis experimentar un día, mejor aún, un amor siempre más grande del que nunca podáis soñar. Amor se abre a amor. Y cuanto más hacia dentro de vuestro propio misterio os lleve el amor que intuís necesario para la plenitud de vuestra vida, más nítida se hará dentro de vosotros la sensación de que el horizonte de ese amor es el misterio de Dios.
Entrad en vuestra intimidad, y hallaréis que allí ha nacido y crece y reclama un insaciable siempre más la libertad, esa libertad que experimentáis limitada y que deseáis conocer como libertad perfecta, ajena a toda forma de esclavitud, amiga del bien y de la belleza, amiga de la verdad y de la vida. Y cuanto más hacia dentro de vuestro propio misterio os lleve la pasión por la libertad, más nítida se hará dentro de vosotros la sensación de que el horizonte de esa pasión es el misterio de Dios.
Entrad en vuestra intimidad, y hallaréis que allí tiene su casa un mundo de pasiones. Hallaréis que sois capaces de ilusión y de frustración, de ira y de ternura, de preocupaciones y sueños, de lágrimas y de gozos. Y cuanto más hacia dentro de vosotros mismos os lleve la vida, más nítida se hará dentro de vosotros la sensación de que Dios es el horizonte último de vuestras pasiones.
A Dios lo encontraréis sólo si recorréis el camino que lleva hacia vuestro corazón. Para ese tiempo de encuentro personal con Dios os dejo escrito el resto de esta carta.
Aquel día descubriréis que Dios, no es sólo el horizonte de vuestra vida, la profundidad última de vuestra intimidad., sino que es también don de sí mismo a cada uno de vosotros, don del que es Luz a quienes buscan ser iluminados, del que es Amor a quienes buscan amar y ser amados, del que es Libertad a quienes siempre necesitan encontrar nuevos espacios de libertad.
Un día descubrirás que tu Dios, antes de que tú preguntases por él, ya estaba en ti; antes de que tú le amases, él era el Amor que te sostenía; antes de que tú le hablases, él era el aliento que hacía posible tu palabra.
Un día descubrirás que Dios, no sólo ha querido hacerse tuyo en el mundo y en la historia, sino que se te ha comunicado también de forma personal en su Hijo y en su Espíritu: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo”. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consejero, que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad”. De esta forma, Dios ha venido a sentarse a la mesa de nuestras preguntas, de nuestra soledad, de nuestra debilidad, de nuestras esclavitudes, de nuestras inquietudes, de nuestros sueños, de nuestros fracasos; y ha hecho posible, por puro amor, que nos sentemos con él a la mesa de la verdad y de la vida, de la alegría y de la paz, de la luz y de la esperanza.
Un día descubrirás que Dios tiene hambre y sed, que tu Dios es maltratado y violado, que tu Dios muere de angustia y de miedo, que es odiado y despreciado, que es humillado y esclavizado. Ese día sabrás que no podrás amar a tu Dios sin comprometerte con el que tiene hambre y sed, sin arriesgarte por el que sufre violencia, sin abrir las puertas de tu vida a los desheredados de la tierra.
Cada domingo participáis en la eucaristía. Pido que vuestra fe os permita vivir este sacramento como encuentro personal de cada uno con Cristo, en quien Dios se os hace tan cercano que vive en vosotros.
Hoy recibiréis el sacramento de la Confirmación. En este sacramento, por la imposición de las manos, la unción del crisma y la oración de la Iglesia, recibiréis al que la revelación llamó “el Paráclito”, el Abogado, el Consejero, y que es el Espíritu Santo que el Padre os envía en el nombre de Jesús. Por la fuerza de ese Espíritu el Hijo de Dios se hizo hombre. Por la fuerza de ese Espíritu, somos hechos hijos de Dios y transformados en imágenes vivas del Hijo de Dios.
No renuncies a la sorpresa de conocerte a ti mismo, al riesgo de conocer el dolor de los pobres, a la aventura de conocer a Dios. No renuncies a la dicha de amar.
+ Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger
Edita: Edelweiss