domingo, 31 de mayo de 2009

SABER ESCUCHAR

La vida cristiana es corriente relacionarla con la oración. Para ser buenos cristianos, en efecto, Jesús recordaba que es preciso orar perseverantemente y no desfallecer. Y nos parece bien, pues, ya sabemos que orar es hablar con Dios. Lo consideramos necesario para poder decir que somos cristianos y, sin embargo, les parece muchos una tarea –la oración– difícil si no imposible. "Yo le hablo a Dios, sí; pero ¿cómo sé que me atiende?, dicen algunos. Y otros: "yo rezo: le pido a Dios, le doy gracias..., pero no me responde; le pregunto pero nunca le escucho". Ese supuesto silencio de Dios ha llevado a algunos a pensar que la oración es inútil.
En la fiesta de la Visitación contemplamos a María en casa de Isabel, su prima. Ha decidido ponerse en camino rápidamente, nada más que saber –por Gabriel– que, a pesar de su avanzada edad, va a tener un hijo. María, la esclava del Señor, la que deseaba siempre y en todo cumplir la divina voluntad, decide ponerse en camino hacia Judea, a casa de su prima, en cuanto sabe que está para dar a luz. La esclava del Señor, la que desea hacer siempre según el deseo de Dios, vive para ello con el oído atento a su Creador. ¿Por qué va a María a visitar a Isabel?: porque Dios se lo pide; porque considera que su prima –en su ancianidad, como había dicho el Ángel– necesitaría ayuda y ella podía prestársela. Y esa tarea, con el viaje, el tiempo empleado y todo lo demás que incluye el largo desplazamiento, quedaba incluido en la voluntad de Dios para ella.
"Querer es poder", solemos decir. Y ser conscientes de lo que espera el Señor de mí, hoy y ahora, tiene bastante de estar verdaderamente interesados por amarle. Necesitamos vivir con una continua y positiva preocupación por agradar a Dios en todo. Entonces, de la mañana la noche y de la noche a la mañana, escucharemos la voz divina que nos sugiere: esto ahora, no después, ¡ya!, sin retrasos; el trabajo que está aburriendo, hasta terminar con él, sin abandonarlo anticipadamente; con los que me rodean, de buen humor, animándoles en sus cosas y olvidado de las mías; organizar la jornada para que nunca me falte el Pan nuestro de cada día, que muchos, con más graves obligaciones que yo, consiguen asistir a la Santa Misa diariamente; ¿hago lo que deseas, Señor, mientras voy al trabajo, al regresar a casa...?: ya camine o vaya en mi coche o en un medio público, ¿rezo por quienes me cruzo, por quienes me esperan, por lo que haré al llegar, porque no quiero dejar de amarte, Señor?
No sé si, en una primera valoración, tal vez pensemos que sentir la continua presencia de Dios en nuestra vida puede complicarnos excesivamente. Convendrá, sin embargo, que no dejemos a Dios de lado ni queramos consentir con un inconsciente despiste: "no me acordé de Dios en toda la mañana". No puede ser su presencia, en nuestra mente y nuestro corazón, como un objeto que incomoda cuando se tiene prisa: el típico paquete que nos piden trasportar –¿me ayudas?– cuando se nos hace tarde, ya llevamos otra cosa y está lloviendo: una complicación inoportuna. Seguro que no pensamos jamás así de Dios. Es posible, sin embargo, que, más de una vez, actuemos así con Él sin darnos cuenta.
Debemos persuadirnos de lo afortunados que somos al poder pensar que tenemos a Dios muy cerca. Muy cerca y con toda la fuerza de su divinidad. Así lo sentía María en todo momento. Lo manifiesta de modo expreso en casa de Isabel: aquella expansión de su espíritu sería, de algún modo, la conclusión de sus pensamientos durante el largo viaje desde Nazaret hasta la casa de su prima: Proclama mi alma las grandezas del Señor –contesta a Isabel–, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo.
María entiende su propia grandeza, gracias al don de Dios y a su espíritu contemplativo. Corresponde al Creador queriendo entender, lo más perfectamente que es capaz, lo que espera de Ella. Así llega a saber, junto a la entrega que Dios le pide de todo su ser para ser la Madre del Verbo encarnado, el dolor que le aguarda: una espada te traspasará el alma, le anunciará Simeón. Pero María, Maestra de fe, dispuesta en su sencillez a toda luz de su Dios, entiende, sobre todo, que con toda razón, es la Bienaventurada, habiéndose fijado Dios en Ella –porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava– de un modo tan singular, y se siente inmensamente agradecida y feliz. Si tratamos más a esta Madre nuestra, nos enseñará a no tener miedo a la entrega ni al dolor, porque nada debemos temer de Dios, que también y de modo continuo derrama su misericordia sobre cada uno.
Edita: Edelweiss