Hace unos años escribí para un programa religioso de la radio gallega un comentario al evangelio de este domingo. Creo que vale la pena recordar hoy lo que entonces vi oportuno decir.
La síntesis del evangelio de este domingo podría ser ésta: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.
¿Quién no recuerda el halo de misterio que rodeaba la celebración de la misa cuando el cura la decía en latín, en voz baja, y de espaldas a una comunidad creyente que no oía, no veía, no entendía? ¿Quién no recuerda amigos o conocidos, que en las reformas litúrgicas de después del Concilio encontraron una razón para abandonar toda forma de participación en las celebraciones de la comunidad eclesial? Todo ello en nombre de una supuesta tradición que, en realidad, no era otra cosa que tradiciones humanas. Y si no queremos recordar cosas que para los jóvenes son ya de otros tiempos, podríamos mencionar bautismos, comuniones, matrimonios que, por tradición, hacen todavía en la Iglesia gentes que ya no creen y que pretenden tener el derecho de imitar sin fe los sacramentos que celebra la fe de los creyentes.
Las palabras del evangelio llegan llenas de verdad para denunciar estas situaciones: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.
Para el evangelista es importante esa reivindicación de la primacía del mandato divino sobre las tradiciones humanas. Pero él quiere hablar también de Jesús, yo diría que quiere hablar sobre todo de Jesús, de su persona, de la soledad en que lo van dejando enemigos y curiosos, amigos y discípulos, incluso los Doce, que tampoco parecen entender mucho lo que su Maestro va diciendo por los caminos de Galilea.
Son muchos, demasiados, los hombres y mujeres dispuestos a pelear, tal vez a matar, por “tradiciones humanas”. Son muchos los que no sienten por la palabra de Dios aquel apego del corazón que ella merece. Somos muchos, demasiados, los que practicando por tradición normas supuestamente cristianas de conducta, no conocemos a Jesús como nuestro Salvador y Señor, y lo dejamos indiferentes en su soledad. ¡Puede que todavía no hayamos empezado a creer!
P.D.: Si queremos saber de la soledad en que dejamos a Cristo, será conveniente que consideremos la soledad en que dejamos a los pobres.
Feliz domingo.
La síntesis del evangelio de este domingo podría ser ésta: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.
¿Quién no recuerda el halo de misterio que rodeaba la celebración de la misa cuando el cura la decía en latín, en voz baja, y de espaldas a una comunidad creyente que no oía, no veía, no entendía? ¿Quién no recuerda amigos o conocidos, que en las reformas litúrgicas de después del Concilio encontraron una razón para abandonar toda forma de participación en las celebraciones de la comunidad eclesial? Todo ello en nombre de una supuesta tradición que, en realidad, no era otra cosa que tradiciones humanas. Y si no queremos recordar cosas que para los jóvenes son ya de otros tiempos, podríamos mencionar bautismos, comuniones, matrimonios que, por tradición, hacen todavía en la Iglesia gentes que ya no creen y que pretenden tener el derecho de imitar sin fe los sacramentos que celebra la fe de los creyentes.
Las palabras del evangelio llegan llenas de verdad para denunciar estas situaciones: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.
Para el evangelista es importante esa reivindicación de la primacía del mandato divino sobre las tradiciones humanas. Pero él quiere hablar también de Jesús, yo diría que quiere hablar sobre todo de Jesús, de su persona, de la soledad en que lo van dejando enemigos y curiosos, amigos y discípulos, incluso los Doce, que tampoco parecen entender mucho lo que su Maestro va diciendo por los caminos de Galilea.
Son muchos, demasiados, los hombres y mujeres dispuestos a pelear, tal vez a matar, por “tradiciones humanas”. Son muchos los que no sienten por la palabra de Dios aquel apego del corazón que ella merece. Somos muchos, demasiados, los que practicando por tradición normas supuestamente cristianas de conducta, no conocemos a Jesús como nuestro Salvador y Señor, y lo dejamos indiferentes en su soledad. ¡Puede que todavía no hayamos empezado a creer!
P.D.: Si queremos saber de la soledad en que dejamos a Cristo, será conveniente que consideremos la soledad en que dejamos a los pobres.
Feliz domingo.