De nuevo me dirijo a vosotros para compartir este especio de reflexión y vida. Hoy os voy a hablar de un tema que tiene muchísimo que ver con la fe y al que todos aspiramos: la alegría. En tiempos de los primeros cristianos, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,46), había una característica que llamaba poderosamente la atención de todos: la alegría. La felicidad, la alegría es el termómetro que marca cómo estamos viviendo nuestra fe.
No podemos dar ejemplo, ni llamarnos cristianos, si no damos ejemplo al mundo, si no transmitimos una alegría profunda (interior y exterior). El cristiano no puede tener el rostro arisco, no puede tener en su corazón sentimientos intolerantes o pesimistas. Nuestro primer motivo de alegría es la esperanza y la fe en Dios, el amor que nos tiene y el que le demos debe hacer brotar de nuestro corazón una alegría sincera, completa, “de dientes para adentro”, no de anuncio sino sincera y profunda.
La tristeza solo cabe en quien ha perdido la esperanza, en quien ha sido abandonado. Y Dios nunca nos abandona; y estar en comunión con Él, y saber que siempre estará a nuestro lado es una promesa que debe alegrarnos permanentemente. Por eso es necesario que sonriamos, que tengamos alegría, que estemos contentos, no significa esto la falta de problemas o dificultades. Aunque la cruz pese, aunque el dolor dañe, aunque las cosas no salgan como queramos, aunque el sufrimiento golpee nuestra puerta, hemos de contagiarnos de la alegría que nos da el Señor.
Como católicos podemos ser atacados en muchas formas: por nuestra veneración hacia la Santísima Virgen, por el crucifijo que podemos llevar en el pecho, entre otras muchas. Pero algo que nunca nadie puede atacar, una espada cuyo filo es suave, pero ante la cual no hay escudo, es la alegría. Nadie puede reclamarnos el que seamos alegres, nadie nos dirá “¡Incongruente!” si fuimos amables y sonreímos con el pobre hombre que pide dinero en las calles. Nadie nos reclamará por pasar una tarde en un hospital llevándole alegría a los enfermos.
La alegría es propia de los enamorados. Cuando alguien pasa por ahí canturreando y con una sonrisa en los labios, con un semblante pacífico, pensamos fácilmente “ah, son las cosas del amor”. Pues los católicos tenemos muchas y muy buenas razones para tener esa alegría propia de los enamorados.
La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría (SANTO TOMÁS, Suma Teológica). Dios es amor (1, 4,8) enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores contrariedades: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22). “Un santo triste es un triste santo” se ha escrito con verdad. Porque la tristeza tiene una íntima relación con la tibieza, con el egoísmo y la soledad. El Señor nos pide el esfuerzo para desechar un gesto adusto o una palabra destemplada para atraer muchas almas hacia Él, con nuestra sonrisa y paz interior, con garbo y buen humor. Si hemos perdido la alegría, la recuperamos con la oración, con la Confesión y el servicio a los demás sin esperar recompensa aquí en la tierra.
La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es la de quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más diversas y supieron seguirle. Y, entre todas, la alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de alegría en Dios, salvador mío (Lucas 1, 46-47). Ella posee a Jesús plenamente, y su alegría es la mayor que puede contener un corazón humano. La alegría es la consecuencia inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en la sabiduría y en el amor (SANTO TOMÁS, Suma Teológica).
Termino mi reflexión invitandoos a que meditéis la oración de la sonrisa que espero que os ayude en vuestra fe y vida:
Dame Señor, el don de la sonrisa, para
alegrar a todos y para ser feliz.
Dame alegría para poder compartirla con el que más le necesite
iluminar aquellos que se acerquen a mi.
Dame tu sonrisa, Señor, para comunicar
con ella los dones que me das.
Repartiendo sonrisas pasaré la vida,
para que todos sepan que cuanto hayde bueno, viene de TI.AMEN.
Buena semana a todos, que la sonrisa de Dios pinte vuestra cara color esperanza.
Adrián Sanabria
Edita: Edelweiss