jueves, 9 de abril de 2009

HACED ESTO EN MEMORIA MÍA


Paz y Bien:

Jueves Santo, Misa crismal, última Cena de Jesús con sus discípulos.


Un mandato, dos modos de expresarlo: “Haced esto en memoria mía”, y “vosotros debéis lavaros los pies unos a otros, porque os he dado ejemplo para que hagáis vosotros lo mismo que yo he hecho”
Hijos muy queridos de esta Iglesia de Tánger: Podéis tener la certeza de que escribo para todos vosotros y deseo llegar con palabras oportunas al corazón de todos, pero me vais a permitir que en este día tan especial por su relación con la Eucaristía, la mente y el afecto estén puestos en aquellos hermanos vuestros que Cristo ha llamado al ministerio sacerdotal, a una comunión del todo particular con él en el misterio de su entrega al Padre y a los hermanos.

Entregados con Cristo:

Cada día, en la asamblea litúrgica, el sacerdote reparte a los fieles el pan de la divina palabra. Cada día, preside el pueblo de Dios en la caridad, “actuando en la persona de Cristo y proclamando su Misterio”, une “la ofrenda de los fieles al sacrificio del que es su Cabeza”, y actualiza y aplica “en el sacrifico de la misa el único sacrificio de la Nueva Alianza: el de Cristo, que se ofrece al Padre de una vez para siempre como hostia inmaculada”
[1].
Cada día, en la celebración eucarística, el sacerdote se ve llamado a identificarse de tal modo con Cristo Jesús, que lleguen a ser suyas las palabras de Jesús, suyos los gestos de Jesús, suyo el Espíritu de Jesús, suya la entrega de Jesús.
Cada día, el sacerdote pedirá que el Padre del cielo santifique con la efusión de su Espíritu la ofrenda de la Iglesia, de modo que los dones presentados sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo el Señor. Nosotros sólo pedimos, y el que nos ha mandado pedir, él solo es la fuerza de nuestra petición. Considera la debilidad de la súplica; admira la eficacia de la obediencia, celebra el poder de la gracia.
Cada día, en el relato de la institución, el sacerdote hace suyas palabras de la Iglesia y palabras del Señor. No se apodera de ellas, no las trata como su dueño, se hace simplemente su siervo, sabiendo que son palabras de su Iglesia y de su Señor, y que él representa a la Iglesia y al Señor.
Con palabras de la Iglesia, el sacerdote dirá: “Porque él mismo, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan…”. Con la Iglesia –la Iglesia en su corazón y en su voz- el sacerdote recuerda lo que el Señor hizo, el amor con que se nos entregó, el misterio que nos dejó como memoria de su entrega.
Luego, con palabras del Señor, con el Señor en el corazón y en la voz, dirá: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo… Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre…”. Éstas son las palabras que Cristo te ha dado, hermano sacerdote, y que tú pronuncias para hacer verdadera la memoria del Señor.
Considera el misterio: Tú no eres Cristo, y dices sobre el pan “esto es mi cuerpo”, y dices sobre él cáliz “éste es el cáliz de mi Sangre”. Tú dices “mi cuerpo”, tú dices “mi sangre”, pero es el Señor quien me ofrece su Cuerpo y su Sangre.
Entonces yo empiezo a ver en ti a Cristo, pues aun siendo tú quien dice “esto es mi cuerpo”, “éste es el cáliz de mi sangre”, es el Cuerpo y la Sangre de Cristo lo que yo adoro, es el sacrificio de Cristo el que por mí se ofrece, es a Cristo Jesús a quien yo recibo.
Pero también te veo a ti en Cristo, pues siendo el Cuerpo de Cristo lo que adoro, es a ti a quien oigo decir de ti mismo: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. También tú, en Cristo, entregas tu vida a la Iglesia. Se la entregas, cada vez que celebras la Eucaristía, como un pan que se toma en las manos, se parte y se da para que todos coman de él.

Para hacer lo que Cristo ha hecho:

Ya sólo quiero recordar palabras que son de Jesús, y que, en la Eucaristía, el sacerdote hace suyas para cumplirlas con fidelidad en el sacramento y en la vida: “Haced esto en conmemoración mía”.
El primer significado que damos a esas palabras del Señor es el de mandato institucional para que, desde aquella noche hasta el final de los tiempos, se celebre en la comunidad eclesial la Cena del Señor, la memoria de su Pascua.
“Haced esto”, dijo el Señor; y tú, que de él has recibido el mandato, has tomado el pan, has pronunciado la bendición con acción de gracias, has partido el pan y lo has repartido entre los invitados a la mesa de Dios.
Pero sabes también que, en aquella cena última y primera, el Señor a sus discípulos no les dio pan, sino que se dio a sí mismo. Tú sabes que les dio su vida entera (= su cuerpo), entregada y derramada en su muerte (= su sangre). De ahí que el mandato que del Señor has recibido trascienda, también para ti, el ámbito de la celebración, y abrace, sin nada dejar para ti, el ámbito de tu vida.
No te perteneces, hermano sacerdote. No te perteneces, porque Jesús te ha llamado a ofrecerte con él, a dar tu vida como él dio la suya, a ser como él de Dios y de los hombres.
Esta identidad misteriosa entre el mandato de celebrar la Eucaristía y el mandato de hacerte siervo la expresó el evangelio de Juan con el relato del lavatorio de los pies:
“Estaban cenando… y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levante de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido… Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo… Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.
Tú que contemplas misterios celestes puedes decir con verdad que has visto a Jesús lavar como siervo los pies de sus discípulos. Pero la mirada de la fe te permite verle arrodillado a los pies de la humanidad por la encarnación, lavarla con el baño del agua y la palabra, lavarla con la unción del Espíritu, lavarla con su sangre derramada en la cruz. Tú has visto a Jesús ceñido y arrodillado para servir durante toda su vida y con toda su vida. Y luego has escuchado su mandato: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.
No te perteneces, hermano sacerdote, porque Jesús te ha llamado a ceñirte y arrodillarte a los pies de la humanidad con él y como él.
Ésta es tu vocación, ésta es tu gracia, ésta es tu gloria. El Señor te ha “ungido con óleo sagrado”, te “ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados”, “para anunciar a los cautivos la libertad”. La mano del Señor está siempre contigo, su brazo es tu fuerza, su “fidelidad y misericordia” te acompañan. Di al Señor: “Tú eres mi Padre, mi Dios, mi Roca salvadora”.

“El Señor nos guarde en su caridad y nos conduzca a todos, pastores y grey, a la vida eterna”.

Siempre en el corazón Cristo.

Tánger, 5 de abril de 2009.

+ Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger


Publica: Edelweiss