domingo, 5 de octubre de 2008

4 DE OCTUBRE SAN FRANCISCO DE ASÍS



Evangelio: Lc 10, 17-24
Volvieron los setenta y dos llenos de alegría diciendo:

—Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.

Él les dijo:

—Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera quenada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo.
En aquel mismo momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo:
—Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.

Y volviéndose hacia los discípulos les dijo aparte:
—Bienaventurados los ojos que ven lo que estáis viendo. Pues os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron; y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron.

Desprendimiento de los bienes materiales

Conmemoramos hoy a san Francisco de Asís que, entre sus muchas virtudes, nos da ejemplo especialmente notorio de la virtud de la pobreza. Como es sabido, Francisco, de familia acomodada y con un futuro "prometedor", en el sentido humano y material de la palabra, quiso desprenderse de su hacienda y de los posibles proyectos de progreso mundano, para dedicarse a Dios y a la difusión del Evangelio. Esa opción suya, que podría parecer para los ojos de muchos un ideal poco interesante, resultó, en cambio, enormemente atractiva para cientos y miles que, siguiendo su ejemplo, se han desprendido de los bienes terrenos para seguir más libremente a Dios, animando a todos a descubrir en Él el auténtico valor para los hombres.

Meditamos, pues, en la contingencia y fragilidad de los bienes terrenos y en el ejemplo de pobreza que nos ofrece este gran santo que hoy celebramos, a quien podemos encomendarnos para que el Señor nos conceda amar esta virtud –la pobreza–, que él calificaba de "señora" para significar su importancia. Las cosas, incluso las que se nos presentan con su atractivo más atrayente, no dejan en ningún caso de ser caducas; bienes que nos llenan –y sólo hasta cierto punto– hoy o durante una temporada; tal vez en algún caso, por "toda la vida", pero nada más. Y es que, para un hombre con fe, esto es muy poco, porque es muy poco "toda la vida". Sería, por tanto, un contrasentido incoherente proponerse, como objetivo de nuestra vida entera, la felicidad que puedan proporcionar las riquezas.

Por lo demás, cuando las riquezas se valoran en sí mismas, se conviertan en un poderoso obstáculo para la santidad, para la posesión de Dios, único objetivo que puede colmarnos en plenitud. Se hace necesario, por tanto, un efectivo desprendimiento de los bienes terrenos –que san Francisco practicó con heroísmo– y es condición para la Caridad: para el amor a Dios, en que consiste la santidad: Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas. Así se expresaba Jesús, para dejarnos claro que la preocupación por los bienes materiales, en sí mismos, no es compatible con la salvación.

Agradezcamos al Señor los medios materiales de que disponemos, fomentando incluso la ilusión de poder contar con más y mejores medios, pero que sean instrumentos para servirle mejor.

Recordemos lo que decía Jesús, Señor nuestro, en otra ocasión: La sal es buena; pero si hasta la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? No es útil ni para la tierra ni para el estercolero; la tiran fuera. Quien tenga oídos para oír, que oiga. El dinero es bueno, podríamos decir: lo que poseo y aquello que me ilusiona lograr es bueno, pero si se desvirtúa porque lo amo en sí mismo y no para servir mejor a Dios, para la santidad, que es mi fin en la vida, entonces resulta inútil; más aún, nefasto, por cuanto se interpone como obstáculo entre Dios y yo. En cambio, si busco en Dios mis riquezas: esos tesoros a los que nos anima Jesús de diversos modos, entonces no sólo mantengo el "capital" sino que lo incremento asombrosamente: No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el Cielo, donde ni polilla ni herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón.

Conviene, por consiguiente, que nos preguntemos si tenemos la impresión de gastar para Dios, de invertir propiamente en el Cielo. San Francisco, dándonos un ejemplo heroico, abandonó todos sus bienes, cuando su familia y amigos esperaban que administrara con acierto su fortuna. Sólo él consideró que su mejor negocio sería "invertir" en la Vida Eterna propia y en la Vida Eterna de los demás. Es, en efecto, muy importante, por una parte, conocer el veradero valor de los bienes materiales: escaso en realidad en sí mismo, por grande que sea su atractivo; muy útiles, en cambio, como instrumentos imprescindibles para servir a Dios, en nuestra condición de seres corpóreos. Por otra parte, es preciso tener claro en qué consiste ser rico de verdad: en la posesión de Dios, en la Bienaventuranza. Dios no espera de todos, sin embargo, un abandono absoluto de las posesiones, ya que se necesitan de ordinario para desenvolverse de un modo normal en la sociedad. Nos pide, en cambio, que no pongamos nuestro corazón en las cosas, pues sabe Dios que nada distinto de Él puede darnos la felicidad.

Aprendamos, de la mano de Nuestra Madre, esta lección que Nuestro Padre Dios enseña a sus hijos pequeños, porque queremos hacernos y aprender como niños.