domingo, 17 de octubre de 2010

XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO C






Oramos para amar:
Cuando los discípulos piden a Jesús que les enseñe a orar, él enseña palabras esenciales para dirigirse al Padre del cielo: “Padre nuestro, santificado sea tu nombre…”. Entonces no era necesario insistir en la perseverancia de los discípulos en la oración, pues el Padre es siempre nuestro Padre del cielo, su nombre ha de ser siempre santificado, la venida de su reino ha de ser siempre deseada, lo mismo que siempre deseamos ver cumplida su santa voluntad. ¡Mientras permanecemos en la fe, perseveramos en la oración!
Cuando en el evangelio leemos aquellas palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”, tampoco allí vemos ocasión para hablar de “perseverancia en la oración”, pues toda exclamación agradecida, también la de Jesús, tiene su tiempo, como lo tienen la alegría de la fiesta, el asombro ante algo que nos sorprende, el entusiasmo nacido de la admiración. Admiración, sorpresa y fiesta son realidades enmarcadas en tiempos cuya naturaleza no pide la perseverancia o la permanencia, sino sólo la repetición, posiblemente periódica y frecuente.
Pero ahora, para Jesús, Jerusalén está cerca, y para sus discípulos está muy cerca el escándalo de la cruz, están muy cerca la huida y el miedo y la tristeza. Ahora el adversario se ha hecho fuerte, la comunidad está amenazada en su misma existencia, se ha hecho de casa la lucha. Ahora las manos del orante son de piedra y es tarea penosa mantener en alto los brazos. Ahora es tiempo de urgir la perseverancia en la oración.
Ahora llegan los días en que el novio les será arrebatado y habrán de caminar en el misterio, iluminados por la oscuridad de la fe, odiados por los suyos, entregados a la muerte como enemigos de aquellos a quienes aman. En verdad, ha llegado la hora de urgir la perseverancia en la oración.
Las fronteras se han hecho barreras para los pobres, el mar se cierra como losa de tumba sobre sus vidas, el desierto devora como pan a los hijos de Dios. Ahora que los muertos de la familia de Dios son muertos de nadie, ahora que los náufragos del aborto, del hambre, de la sed, del consumo de droga, del consumo de alcohol, de la explotación sexual, de la explotación laboral, de la trata de personas, son apenas un cuerpo olvidado a la puerta de nuestros banquetes; ahora que sus llagas y su dolor nos dejan indiferentes como si no fueran, ¡ahora es tiempo de perseverancia en la oración!
Oramos para ver, para sentir, para compartir, para luchar, para tener en alto las manos de ayudar… ¡Oramos para amar!
Feliz domingo.

Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger


Edita Edelweiss