viernes, 8 de enero de 2010

Dedicar mi tiempo para Dios



La vida nos ha llenado de tareas y trabajos. El corazón siente deseos de hacer mil cosas. Para muchos, no queda tiempo para Dios.

El tiempo, es verdad, pasa sin que podamos hacer nada por detener su marcha. Pero también es verdad que el presente está en mis manos, que ahora decido qué hago, qué pienso, en estos instantes fugitivos.

Las obligaciones del trabajo, el necesario cuidado de la salud, la higiene del cuerpo, el deporte equilibrado, las distracciones sanas, la lectura de la prensa, la información que llega continuamente a las puertas de mis ojos: son ocupaciones buenas, tal vez necesarias, pero que no pueden apartarme del centro: existo porque Dios me ama, existo para llegar a Dios.

Por eso, lo mejor de mi tiempo debo destinarlo a Dios. Buscaré, entonces, unos minutos para leer su Evangelio, donde encuentro palabras de vida eterna. Participaré en los sacramentos, especialmente en la misa dominical donde me uno a Cristo desde la fe común de la Iglesia; y en el sacramento de la confesión, donde el perdón limpia mis pecados y me da fuerzas para la lucha de cada día. Rezaré, en la mañana, en la noche, en momentos fugaces en medio de las prisas de la jornada. Serviré al familiar cansado o enfermo, ayudaré al amigo desanimado, enseñaré a un compañero de trabajo las bellezas de la fe católica: lo que hago a mi hermano lo hago al mismo Cristo.

No siempre puedo hacer lo que deseo. Pero muchas veces lo que hago sale de lo más profundo de mi alma. Si mi corazón está inquieto y disperso, haré cosas que me distraigan, que ocupen mi tiempo, pero perderé el rumbo que lleva a lo bueno, a lo eterno, a lo verdadero. Si mi corazón está centrado, si he descubierto lo mucho que Dios me ama y lo mucho que ama a cada ser humano, mis deseos y mis realizaciones irán a lo único importante, me llevarán al cielo verdadero.

Dios me concede un nuevo día. Con su ayuda, con su gracia, con su amor, puedo emplear bien mi tiempo, puedo gastar mi vida para amar a Dios y a mis hermanos.
P. F.P.
Edita: Edelweiss

jueves, 7 de enero de 2010

Empieza el nuevo año, Señor, y vuelvo a buscar tu compañía



Tenemos las alforjas vacías y las vamos a ir llenando de cosas buenas, de cosas santas, de perdones y mucho amor.

Ya estamos en el mes de enero.

Empieza el nuevo año, Señor, y vuelvo a buscar tu compañía. Hoy es jueves y de nuevo ante Ti, todavía un poco agitada de tanto correr, de tanto ajetreo, de tantos abrazos y felicitaciones,... unos alegres, otros... con las mismas penas y preocupaciones. Ya pasó todo y ahora vamos a empezar la "cuesta de enero".

Ya se fueron las fiestas. Ya se fueron los abrazos, los bailes, el chocar de las copas, los convivios y el jolgorio. Supimos tener la excelancia en esos momentos de gozo. Ahora la excelancia nos tiene que acompañar en el trabajo y en el esfuerzo.

Pero ahora las caras son serias, el entrecejo fruncido, los labios apretados y el andar cansino para subir "la cuesta de enero".
El dinero se gastó y el bolsillo está vacío. Los buenos propósitos...¡cómo cuesta poderlos cumplir! levantarse temprano, no fumar, no comer golosinas, no extralimitarse en la bebida, ser amable, no irritarse por cualquier cosa, estar en paz, no criticar, hacer ejercicio, saludar con una sonrisa al vecino, ser generosos, trabajar con honestidad y buen ánimo, pagar deudas, etcétera, etcétera, y así este mes de enero, serio y formal, se nos antoja un Everest cuya cima es casi inalcanzable. Visto así es normal que esto nos desanime y nos desaliente pero hay que buscarle un truco, algo que nos de ánimo en el desaliento, algo que nos de fuerza para poder alcanzar la meta que nos propusimos.

Al mirar el horizonte y juntar estos doce meses que nos esperan, si Tu nos das vida, nos sentimos abrumados, es demasiado.

Es muy dificil, es verdad. Pero si pensamos: Solo por hoy...va a ser más fácil. El hoy, el ahora que es el presente nos da la fuerza que necesitamos. El plazo breve para vencer las tentaciones es más efectivo que la cadena de días en el mismo esfuerzo. Solo por hoy. Solo por este momento, solo en este momento si puedo hacerlo y lo voy a hacer. Así momento tras momento, día tras día.

Y al llegar la noche, en la hora íntima de estar a solas con uno mismo, cuando realmente somos auténticos, repasar nuestro día que termina y hacer un buen balance.

Si en el día caímos, si no tuvimos voluntad suficiente, pedirte Señor perdón y fuerzas para el nuevo día. Y así con el -SOLO POR HOY, el camino se allana, el sendero se endulza y pierde su aridez, nuestros pasos son más seguros y firmes en ese Hoy que será el mañana de días y meses que nos darán la victoria al cabo del año andado.

Empezamos el año con las alforjas vacías y las vamos a ir llenando de cosas buenas, de cosas santas, de perdones, de sonrisas, de ternura, de generosidad, de alegría, de buenos modos, de fe, de ilusiones, de esperanza, de trabajo y de mucho amor.

Con todo esto iremos caminando por el nuevo año y seguro que siempre, en los días de sol y en los días grises, tal vez de llanto, buscaremos en nuestra alforja y vamos a encontrar todo aquello que será vital para esos momentos y que nos darán la fuerza para ser felices con Tu bendición.

Invítanos todos los dias a visitarte en la Eucaristía, frente a Ti, de rodillas ante en el Santísimo Sacramento, nuestro camino este año será lleno de alegría y paz.
Mª E. A
Edita: Edelweiss

miércoles, 6 de enero de 2010

Sigue la estrella que brilla para ti



La estrella de nuestra vida es Dios, si lo buscamos, nuestra vida siempre estará iluminada.

Todos hemos oído contar la leyenda del joven escalador, que aquel fin de semana se echó la mochila a la espalda y se fue a caminar, a caminar lejos... Sube a las alturas y descubre horizontes cada vez más vastos, más lejanos, y también más encantadores y maravillosos. ¡Adelante, adelante!, se dice a sí mismo. Llega ya el anochecer, y se encuentra en la cima de una montaña altísima.

A sus pies, un abismo inmenso que le detenía los pasos.

¡Bueno! Me quedaré aquí. En esta altura pasaré la noche, y mañana veremos.

Desenrolla su tienda de campaña, y a dormir. De repente, al querer despedirse de las estrellas que van a velar su sueño, contempla en la lejanía una estrella de singular belleza. Nunca había visto una estrella semejante. Le pareció que había explotado una estrella novísima, y se dijo:

¡Esa estrella será mía! ¡Yo no me la pierdo! Voy a clavar allí mis pies, mejor que una bandera, y esa estrella no me la quita nadie. ¡Esa estrella será mía, será mía!...

Pero no podía esperar al día siguiente. El camino de una estrella sólo se puede seguir de noche. Y antes había contemplado el abismo inmenso que tenía a sus pies. ¿Quién lo podía saltar? Era un imposible. ¿Qué camino seguir para vadearlo? No se veía ninguno. Y la estrella seguía allí en el horizonte, donde se juntan casi el cielo y la tierra, llamándole como un desafío:
¡Ven! ¡Acércate hacia aquí! Y después, sube, sube...

Ante el imposible, el muchacho empieza a llorar calladito, como si se avergonzara de sus lágrimas. Cuando, de repente, ve a su lado un niño luminoso, que le pregunta:
¿Por qué lloras?

Porque quiero llegar hasta aquella estrella y no puedo, no puedo pasar este abismo y acercarme allí.

¡Si es muy fácil cruzar este abismo! Si quieres, te llevo yo.

¿Tú? ¿Tú, un niño tan pequeño, me llevas hasta aquella estrella? Pues, ¿quién eres tú?

Aquella estrella es Dios, y yo soy la oración ¿Quieres que te lleve yo en un instante?...

La leyenda hermosa no necesita explicación ninguna, porque es clarísima la lección que de ella se desprende.

Dios, ese Dios en quien pensamos como término de todas nuestras ilusiones, se nos presenta, igual que al joven escalador, como algo grande y deslumbrador, de hermosura singular y término de todas nuestras aspiraciones. ¡Dios tiene que ser mío! Hasta que descanse en Él, no estaré nunca en paz, nos decimos tantas veces. Pero, ¿está Dios tan lejos que no lo podremos alcanzar nunca?

Es cierto que entre Dios y nosotros existe un abismo insondable, porque Dios está sobre todas las cosas. Y, sin embargo, en nuestras manos tenemos el poder para agarrarlo, para asirnos a Él, para meternos en Él, para no soltarlo nunca.

La oración, que en nuestros días es un signo inequívoco de renovación en la Iglesia, es para nosotros algo ya tan familiar, que, gracias a Dios, pronto no vamos a saber prescindir de ella.

La oración, que nos puede salir del corazón y de los labios en cada momento, si nosotros queremos, nos une con nuestro Dios y nos hace vivir en Él más que en nosotros mismos.

La oración es la respiración de la vida cristiana. ¿Quién tiene mejor salud que quien respira bien, con unos pulmones siempre oxigenados, con una sangre siempre pura?

La oración es un consuelo singular en medio de las dificultades. ¿Quién triunfa en la vida como aquel que siempre cuenta con Dios?

La oración es unión con Dios. ¿Quién tiene más segura su salvación, que aquel que no hace más que hablar con Dios, y se sumerge de continuo en la vida divina?

La oración, por otra parte, no es privilegio de algunos nada más. La oración es de todos.

Es del niño, que le habla a Dios con candor de ángel.

Es de la persona adulta, que se siente tanto más pequeñita ante Dios cuanto más crece.

Es de esa persona santa, que no sabe vivir sin su Dios día y noche.

Es de esa persona que siente sobre sí toda la carga insoportable de la culpa, y descubre que Dios, y sólo Dios, es quien la comprende, la sigue amando y la quiere salvar.

La oración no es una ciencia misteriosa que necesite de muchas explicaciones. Lo sería, si Dios no la hubiera hecho tan fácil para nosotros. Y digo para nosotros, los cristianos, que desde nuestro Bautismo llevamos dentro el Espíritu Santo, cuya acción dentro del alma se manifiesta precisamente por la oración.

El Espíritu Santo es quien nos enseña a orar, a dirigirnos a Dios nuestro Padre, a clamar continuamente por el Señor Jesús. San Pablo lo dice con palabras que llegan a emocionar, cuando nos asegura que nosotros no sabríamos ciertamente cómo dirigirnos a Dios, pero el Espíritu Santo ora de continuo en lo más secreto del corazón con gemidos inenarrables...

Llevar una vida de oración es llevar una vida escondida en Dios.

Es hacerse con el Dios creador de las estrellas.

Y dirigir una oración a Dios cuesta menos, mucho menos, que escalar una alta montaña y vadear un abismo muy hondo.
Elevar una oracioncita a Dios no cuesta nada, nada.

Ahora mismo lo podemos hacer, y lo hacemos, cada uno de nosotros.


Edita: Edelweiss

martes, 5 de enero de 2010

Gracias, Señor, por la vida





El mensajero trajo buenas noticias: me dicen que Víctor, no obstante los días en coma, “tiene una vida por delante”.

Todavía es Navidad, una verdadera Navidad. Por la vida se lucha: por ésta han luchado las voluntarias de Cáritas, los médicos, el personal del hospital, y con todas sus fuerzas ha luchado la vida misma, que parecía más frágil que un niño…
Pero la vida también se pide. Ya sé que la expresión suena extraña en un mundo que niega posibilidades a la súplica de la fe. Y no seré yo quien gaste una razón para que el hombre ilustrado dé al misterio una oportunidad. Me limitaré a formular de otra manera lo que intento decir: La vida también se ofrece, o si les parece mejor, la vida también se pone en las manos de otro.

El salmista había expresado así su confianza: “A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás”. Y el evangelista entendió que esa confianza desbordaba del cuerpo de Jesús en la hora de su entrega: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.

La vida es un tesoro que los creyentes no extraviamos en la tierra sino que lo guardamos en Dios.

Esa entrega confiada a las manos del Padre lleva implícita la súplica: Guarda tú, Señor, lo que yo no puedo proteger. ¡Y Dios guarda siempre lo que amamos!

Hoy damos gracias a Dios por Víctor, por el tesoro de su vida solícitamente custodiado, y porque, para nuestro gozo, se nos permite seguir cuidando de él.

+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo de Tánger


Edita: Edelweiss