A LOS PRESBÍTEROS, A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A LOS FIELES LAICOS DE LA IGLESIA DE TÁNGER
A todos vosotros, amados del Señor: Paz y Bien.
Aunque al referirnos al misterio de la ascensión decimos que los discípulos “vieron le-vantarse a Jesús hasta que una nube se lo quitó de la vista”; aunque hablamos del Se-ñor que nos ha dejado “para subir al cielo”, nuestras palabras, aunque signifiquen el fin de un modo de ver a Jesús, no significan la anulación de la encarnación por la que el Señor bajó hasta nosotros, sino que expresan la fe en su culminación y cumplimiento.
Un misterio de amor:
La encarnación de la Palabra, su empobrecimiento, se anonadamiento, representa un acontecimiento nuevo, último, definitivo, en la historia de la salvación, pues realiza la unidad del hombre con Dios en el amor.
La encarnación de la Palabra revela todo lo que el hombre puede conocer de Dios y da al hombre todo lo que Dios le puede dar:
“Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna” .
“Amigos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. En esto se hizo visible entre nosotros el amor de Dios: en que envió al mundo a su Hijo único para que nos diera vida .
Por el misterio de la encarnación, la Palabra hecha carne, Jesús de Nazaret, ya será para siempre “el don de Dios”:
“Si conocieses el don de Dios, y quien es el que te pide de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva” .
Así describe la Sagrada Escritura este misterio del amor que empobrece a Dios:
“Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria” .
“Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” .
“Cristo Jesús, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” .
“El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos” .
No viene Dios al hombre para “distribuir la sopa y el pan. Eso –diría san Vicente de Paúl- pueden hacerlo los ricos”. Dios une su destino al de los hombres porque los ama, y sólo el amor dignifica las palabras, las acciones y las opciones de Dios, que serían opresivas y despreciables si no fuesen expresión de puro amor.
Amar a alguien, servirlo, hacerse pobre por él, dar la vida por él, es darle consistencia, es decirle que existe, es darle la vida. Permitidme una larga cita que nos ayudará a entrar en esta dimensión del misterio:
«Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navi-dad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso. Fernando se acercó y el niño lo ro-zó con la mano: _Decile a… -susurró el niño-, decile a alguien que yo estoy aquí» .
La encarnación del Hijo de Dios es el modo en que Dios ha querido decirnos que para él “estamos aquí”, existimos, somos alguien.
Recaudadores y descreídos, mujeres conocidas en la ciudad como pecadoras, adúlteras, mujeres con flujo impuro de sangre, leprosos que llevan en la piel la evidencia de la corrupción interior, sordos que no podrán oír la palabra de Dios, ciegos que lo son por sus pecados, ladrones y asesinos a quienes sólo se puede asignar una cruz para que mue-ran en ella, todos ellos, al lado de Jesús de Nazaret, se sabrán reconocidos por Dos, aco-gidos, interpelados y respetados, porque todos se sabrán amados de Dios. Este recono-cimiento divino redime de la humillación; la acogida aleja la violencia; el abrazo anula la clandestinidad.
Un misterio escandaloso:
El anonadamiento del Hijo de Dios es un misterio insondable para la sabiduría del hom-bre: Dios despojado de sí mismo, hombre entre los hombres, uno de tantos, un hombre cualquiera; Dios sometido a la muerte, ¡y una muerte de cruz!
Hemos hablado de excluidos, marginados, clandestinos, violentados, y hemos conside-rado el anonadamiento del Hijo de Dios como el modo en que Dios los ha acogido y abrazado, ¡el modo en que Dios nos ha acogido y abrazado!
Y precisamente porque se trata de acoger y de abrazar a los que no cuentan, a los que sobran, la encarnación es misterio por el que Dios ha entrado en la categoría de aquellas personas que venía a reconocer, y la ascensión es misterio por el que el hombre ha en-trado con Jesús en la categoría de Dios.
Bajo esta luz, algunos detalles que en los evangelios pudiéramos considerar como anéc-dotas, dejan de serlo y adquieren categoría de revelación del misterio de Dios.
Jesús es el hijo del artesano, uno de tantos, uno cualquiera:
“¿De dónde saca éste ese saber y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¡Si su madre es María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas! ¡Si sus hermanas viven todas aquí! ¿De dónde saca entonces todo eso? Y aquello les resultaba escandaloso” .
“Pero, ¿no es éste Jesús, el hijo de José? Si nosotros conocemos a su padre y a su madre, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”
Para los entendidos en humanidad y en religión, la muerte ignominiosa de Jesús será la manifestación definitiva de su condición de esclavo violentado por los hombres y aban-donado por Dios:
“Los que pasaban lo injuriaban, y decían, meneando la cabeza: ¡Tú que des-truías el santuario y lo reconstruías en tres días! Si eres Hijo de Dios, sálvate y baja de la cruz. Así también los sumos sacerdotes, en compañía de los letrados y los senadores, bromeaban: Ha salvado a otros y él no se puede salvar. ¡Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¡Había puesto en Dios su con-fianza! Si de verdad lo quiere Dios, que lo libre ahora, ¿no decía que era Hijo de Dios?”
A Jesús, de muchas maneras, se le recuerda que ha nacido como todos y que muere co-mo todos. Es más, la muerte, en cuanto forma extrema de la violencia y la exclusión que los hombres ejercen sobre el hombre, parece haber seguido en todo momento los pasos de Jesús de Nazaret:
“El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: _Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta nuevo aviso, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo” .
“Al salir de la sinagoga, los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús” .
“Los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo se reunieron por entonces en el palacio del sumo sacerdote, que se llamaba Caifás, y decidieron prender a Jesús a traición y darle muerte” .
Y no sólo lo matarán, sino que intentarán encerrarlo para siempre en el sepulcro, que sería un modo de ‘matarlo’ incluso después de muerto:
“Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor, estando en vida, anunció: «A los tres días resucitaré». Por eso manda que vigilen el sepulcro hasta el ter-cer día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo que ha resucitado de la muerte” .
Los poderosos de su tiempo hicieron de Jesús una víctima, un condenado, un violenta-do. Lo valoraron en unas monedas. Pensaron que la suya era una vida prescindible, y que se le podía sacrificar inteligentemente por el bien de todos.
Pero no fueron ellos los que hicieron de Jesús lo que Jesús es. El amor llevó a Jesús al campo de los pastores, a la mesa de los publicanos, al exilio de los leprosos, al camino de los despreciados, a la cruz de los criminales, a lo más hondo de la condición humana, a la gloria de Dios. El amor es la razón última de la encarnación, del escándalo de la cruz, del anonadamiento del Hijo de Dios, de la glorificación del Hijo del hombre:
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor… Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Na-die tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” .
Otro mundo es posible:
La encarnación del Hijo de Dios es nacimiento de un mundo nuevo.
Yo no sé si cabría decir que el hombre es el centro del universo. Pero el misterio de la encarnación manifiesta que el hombre es de tal manera amado de Dios, con tal ansia buscado por Dios, que bien puedo decir de él que es el centro de Dios.
Otro mundo es posible, y la encarnación lo ha inaugurado:
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cauti-vos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para procla-mar el año de gracia del Señor” .
En ese mundo nuevo, los pobres no son fantasmas en los márgenes de la sociedad, pero tampoco se quedan en beneficiarios de un programa de ayuda. En ese mundo nuevo, que Jesús llamó el reino de Dios, los pobres son el centro. Ellos son los señores de Dios. Que ellos vivan, ésa es la gloria de Dios.
Entre el reino de Dios y el reino del pecado la diferencia no la pone el dolor, por ser menos donde está Dios, sino el amor, por ser más donde están los hijos de Dios.
El mundo nuevo no es el de Superman ni el de Alicia en el país de las maravillas. Es el mundo de los que sufren, criaturas hambrientas de pan y de justicia, hombres y mujeres que aman la paz, que trabajan por ella, que se compadecen del necesitado, que mantie-nen limpio el corazón, y que son dichosos porque Dios los ama.
La lógica del reino de Dios es extraña:
“Muchos primeros serán últimos, y los últimos serán primeros” .
“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de to-dos” .
“Quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cie-los” .
“El primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve… Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” .
Se trata de la misma lógica que da razón del anonadamiento-glorificación del Hijo de Dios. Su ley fundamental es la ley del amor:
“Hijos míos, me queda muy poco de estar con vosotros… Os doy un mandamien-to nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también en-tre vosotros. En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros” .
Dicho de otro modo, la ley que rige las relaciones personales en el reino de Dios es la ley de la encarnación, del anonadamiento, del abajamiento, de la vida entregada, de la vida perdida. Ésa fue la ley de Jesús. Y ésa es la ley de quienes son de Jesús: ¡”Como yo os he amado, amaos!”
Tú, Iglesia santa, no eres sólo una comunidad de hombres y mujeres para quienes Dios existe y que existe para Dios, sino que eres una comunidad de hombres y mujeres para quienes existen los otros y que existe para los otros.
Los caminos del reino llevan todos a dar la vida con Cristo Jesús. Y nosotros creemos que el reino de Dios, no es sólo una posibilidad de futuro para el mundo, sino que es el seno donde ya se está gestando el mundo futuro.
La ascensión del Señor, revela la gloria de la encarnación:
Ahora ya podemos acercarnos al misterio que celebramos, el de la ascensión del Señor, para gustar lo que nos ofrece la liturgia de este día, admirar lo que se nos revela, con-templar lo que creemos.
Sin apartar los ojos de Cristo, de su vida y de su muerte, de sus caminos y de su cruz, cantamos con el salmista: “Dios asciende entre aclamaciones”. Lo que miras es verda-dero, y lo es también lo que cantas, pues “asciende entre aclamaciones” el mismo que tú reconoces como el que sirve entre miserias y misericordias, el mismo que tú ves arro-dillado a los pies de sus discípulos, el mismo que sube como rey a la gloria de la cruz.
Cantarás todavía con el salmista: “Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo, porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra”. Y no dejarás de mirar a Cristo crucificado, al Señor anonadado, al Hijo entregado y glori-ficado. Él es “el rey del mundo”.
Sin apartar los ojos de ti misma, Iglesia santa, de la vida entregada de tus hijos, de las heridas que la vida te va abriendo, de la soledad en que los años te van dejando, mira a Cristo glorificado y considera la esperanza a la que eres llamada, la riqueza de gloria que se te dará en herencia, pues “la ascensión del Señor es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo”.
¡Qué hermoso, Jesús, que hayas dado a tu Iglesia la tarea de amar! ¡Qué hermosa la es-peranza de amarte, Jesús, por toda la eternidad! Tú estás con nosotros todos los días, y nosotros, en comunión contigo, ya participamos de tu gloria. ¡Ven, Señor Jesús!
Queridos: nuestro presente es el hombre; nuestro futuro es el reino de Dios; nuestra es-peranza es Dios. No damos nuestra vida para que caiga en la nada, sino para que la reci-ban los brazos de Dios.
Tánger, 24 de mayo de 2009.
Solemnidad de la Ascensión del Señor.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger
Edita: Edelweiss