domingo, 26 de septiembre de 2010

El hombre, apuesta de Dios:




En tu Iglesia, Señor, entre tus fieles, aprendí a pronunciar tu nombre, a guardar en el corazón memoria de tus obras, a proclamar tu misericordia y tu lealtad, a ofrecer sobre tu altar sacrificios de alabanza, a extender mi súplica delante de tus ojos.
La Iglesia me guió con amor de madre para que fuese recta mi fe, cierta la esperanza, activa y despierta la caridad.
Tu Iglesia, Señor, me enseñó a confiar en ti, a moderar en tu regazo los deseos, a aquietar entre tus brazos los temores.
De ella aprendí también tu amor al hombre, tu confianza en el hombre. Se lo oí narrado en noches de Pascua, en horas de catequesis, en tiempos de lectura divina: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra… Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó”. Se lo oí narrado en noches de Navidad, en días de epifanía de la divinidad: “El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros”.
Creaste con amor labios que podían negarte, corazones que podían odiarte, manos que podían crucificarte; redimiste con amor labios, corazones y manos; y te entregaste por amor, humilde y frágil como un niño, al puñal de nuestros labios, al odio de los corazones, a la violencia de nuestras manos.
Creaste con amor; redimiste por amor. Crear y redimir fue locura de tu amor, y el hombre que vive, Señor, porque lo has creado y redimido, da testimonio de que has ganado tu apuesta.

P. D.: “Pienso que son muchos los que reprochan a Cristo haber confiado en el hombre” (del libro de E. De Lubac, El drama del humanismo ateo).

Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo de Táger


Edita: Edelweiss